jueves, 27 de diciembre de 2007

Langlois-Godard: Museo de lo real


En el capítulo 3B de las Histoire(s) J.L Godard desarrolla el concepto de museo de lo real, que vincula a Henri Langlois.


El fundador de la Cinémathèque, en lo que a la idea de museo se refiere, sería la figura de paso entre Malraux y Godard. Enamorado del cine desde su infancia, Langlois comenzó a comprar películas cuyos rollos almacenaba en la bañera de su casa cuando vio que nadie hacía nada ante la desaparición del cine mudo. Para él, todo fotograma merecía ser salvado, y su renuncia a elegir permitió que muchas películas, ahora consideradas auténticas joyas, escapasen a las veleidades de las modas historiográficas; tal y como lo expone Godard: “Si no hubiera sido por Langlois y Franju, nunca hubiéramos sabido que había películas mudas, que Sunrise existía y quizá valía lo mismo que algunas pinturas antiguas”. Este reconocimiento Godard lo ha expresado en numerosas ocasiones, como cuando en un acto en la Cinémathèque dijera estas palabras: “Henri Langlois ha dedicado cada veinticuatroavo de segundo de su vida a sacar todas esas voces de sus noches silenciosas, y a proyectarlas en el cielo blanco del único museo donde se reúnen finalmente lo real y lo imaginario”.

La pasión de Langlois por el cine no se manifestó rodando películas, sino que su cámara fue el proyector, su obra, las programaciones. En cierto modo, la Cinémathèque era una particular realización del Museo Imaginario, al que Malraux definía como lugar mental. Para Langlois, el soporte de su museo cinematográfico imaginario no era el libro, sino la pantalla. Era por tanto un museo doblemente imaginario, pero el carácter evanescente de películas se contrarrestaba por el efecto que producían las asociaciones de sus programas, logrando que las películas en vez de disolverse en el recuerdo, perdurasen como sueños en la memoria. De hecho, Langlois consideraba que los tickets que se compraban en la puerta de la Cinémathèque eran para “visitar” las películas; no eran entradas de cine, sino de museo. En aparente contradicción con los principios ortodoxos, para Langlois mostrar era un acto de conservación, y la política de su museo era que “las copias están para usarlas”, puesto que las películas que se enseñan perviven, aunque se deterioren en la proyección, y, en cambio, los rollos guardados se degradarán sin haber dejado huella en el imaginario de nadie.

Las programaciones de Langlois se hicieron célebres y con ellas se educaron varias generaciones de cinéfilos. Las asociaciones que establecía eran diversas: desde encontrar similitudes en los argumentos, a poner de relieve diferencias de estilo, o unir por hilos sutiles a directores y actores de las películas elegidas, además de introducir los trabajos más modernos. Con la programación hacía montajes de películas como si se tratara de atracciones eisenstenianas y producir una conmoción en las categorías y clasificación de géneros y estilos. Dominique Païni sostiene que lo que hizo Langlois fue desarrollar una pedagogía de la historia estética del cine basada en el choque y la sorpresa; y considera que este planteamiento, que conducía a una lectura crítica y renovada de las películas, es similar a algunas ideas de Walter Benjamin (tanto en lo que respecta a que el conocimiento ha de producirse de manera fulgurante, como en la elección del montaje para crear su gran obra). Asimismo, Païni observa una relación directa entre este método basado en el choque y las Histoire(s), que, a grandes rasgos, serían “programaciones” de películas; si Langlois proyectaba films rescatados a la destrucción, Godard parece haber reunido antiguos y magníficos fragmentos encontrados, un “arte de las ruinas” que aproxima a ambos a la idea de Benjamin de hacer su obra a partir de los despojos.

Cuando Godard afirma que los miembros de la Nouvelle Vague son “hijos de la Liberación y del Museo”, no es sino de este museo, la Cinémathèque; y así explica: “La Nouvelle Vague salió de la Cinémathèque, como los pintores salieron del taller de los grandes Maestros, de modo ultraclásico en la historia del Arte. Antes, el cine no venía de allí... Nosotros ‘estudiamos’ en el taller de los grandes Maestros, que era la Cinémathèque”. Aquellos jóvenes que querían revolucionar el cine, y, podría decirse que, como los impresionistas, salir a la calle y captar a la gente de su edad, primero se formaron en el estudio y contemplación de las grandes obras de su arte. Cuando pasados los años, Godard ha creado un museo, un museo vivo para el cine, parece que hubiera siguido el imperativo de Cézanne: “Hay que llegar al Louvre a través de la naturaleza y regresar a la naturaleza pasando por el Louvre”.

En las Histoire(s), Godard rinde homenaje a Langlois y la Cinémathêque. El capítulo 1A está dedicado a la compañera y colaboradora de Langlois, Mary Meerson, a quien ya dedicara el libro Introducción a una verdadera historia del cine. En el 1B ya se ve por un momento a Langlois junto a un proyector, en un contexto muy emotivo en torno a una cita de Johnny Guitar, y en el que el rótulo l’homme à la caméra parece referirse tanto al film de Vertov como al impulsor de la Cinémathèque. Pero es en el 3B donde se centra especialmente en Langlois, en las series “Museo de lo real” que inicia con un montaje en el que éste aparece con su proyector junto a una pantalla dando la sensación de que es él quien pasa las imágenes. En estas series, Godard hace referencia a cómo Langlois les enseñó a ver cine, a comprender su valor metafórico, incluso, a tener fe, a creer en un cine que entonces no se podía ver. Junto a Langlois, también recuerda a su colaboradora Lotte Eisner, la gran especialista en expresionismo alemán, y con ella a otros escritores como Jean-Georges Auriol o Jay Leyda; todos ellos tienen la característica común de ser críticos entusiastas, no sólo conocedores del cine, sino personas con un punto de vista personal y capaces de comunicar su emoción.

Godard conoció la Cinémathèque cuando estaba ubicada en el número siete de la avenida de Messine. Entonces, sólo había una pequeña sala de proyección, que no tenía ni cien asientos, a la que se pasaba atravesando la colección de objetos de cine que Langlois ya había empezado a reunir, con lo que uno tenía la sensación de haber accedido a un universo distinto y maravilloso. Posteriormente la Cinémathèque se trasladó varias veces, pero aunque las sedes eran cada vez más amplias, había grandes problemas para el almacenaje de los rollos y se complicó su gestión. Los problemas económicos se agravaron cuando tras el “affaire Langlois” el ministerio les retiró la subvención. Pese a todo, Langlois siguió adelante con su proyecto de crear un museo “físico” del cine en el Palacio de Chaillot con la enorme cantidad de objetos variados (fotos, guiones, dibujos, maquetas, vestidos, etc.) que había recopilado con ayuda de Lotte Eisner. Para conseguir un dinero que no le daba el Estado, Langlois se sobrecargó de trabajo dando numerosas charlas, en Montreal, Nueva York, o Nanterre.

Aunque algunos tacharon de fetichismo el empeño de Langlois de crear un museo de objetos, lo que quería era dejar algo permanente, y el objetivo de su museo no era destacar tal pieza o tal otra sino recrear una atmósfera. En cierto modo, Godard hace algo parecido en las Histoire(s), ya que crea una obra con los pequeños fragmentos que ha ido reuniendo, a fin de que se recuerde qué fuera el cine y su mundo.

El museo de Langlois era una suerte de film tridimensional. Tras su apertura en 1972, se dijo: “Langlois retrata la historia del cine como un pintor, utilizando los recursos de las colecciones de la Cinémathèque para crear una especie de collage personal. Lo expuesto no se dispone de manera formal; sino que funciona mediante inesperadas, pero significativas, yuxtaposiciones de materiales diversos”. Además de hacer asociaciones inusitadas, ciertamente, no había una sola cartela, y catálogo, aunque había uno preparado, no se publicaría hasta más tarde. Esto era intencionado, Langlois quería que fuese un verdaderamente un laberinto, decía: “¿No has observado a la gente en los museos? Llegan a una sala, ven un cuadro, se acercan a leer la cartela, descubren de quién es y qué título tiene, y entonces se van. Han leído, ya saben. No quiero algo así en mi museo. Quiero que la gente mire a todas partes, que realmente miren, y si no hay etiquetas, tendrán entonces que tratar de explicarse de qué objeto o fotografía se trata. Ésa es la diferencia entre un libro ilustrado con sus pies de foto y un museo: no es importante que la gente sepa exactamente qué fotograma procede de qué film; el museo entero ha sido diseñado como una historia viviente del cine casi autónoma. Lo importante no es saber que aquí tenemos una foto de Lillian Gish sino más bien qué aspecto tenía una estrella del cine en un tiempo dado”.

En Bande à part (1964) tres jóvenes batían el récord de visita rápida al Louvre; atravesando sus galerías en 9 minutos y 43 segundos. Con Histoire(s) du cinéma, Godard crea formas que retienen la atención, estancias virtuales en las que la mirada queda detenida. Salvando las distancias, hay una cierta similitud entre la disposición de las salas del Museo del Cine de Langlois y la manera en que se organizan las series, incluso los distintos elementos de cada plano en las Histoire(s); el rechazo a las etiquetas es similar al “arte de citar sin comillas” que, al modo de Benjamin, practica Godard. Por otra parte, la idea de laberinto es pareja a la apertura que caracteriza las Histoire(s), que cada uno establezca su recorrido, que se preste atención a todo. El deseo de Langlois de involucrar al espectador es común a la intención de las Histoire(s); en ambos casos se trata de convertir la mirada en “aventura”: no se da un discurso a seguir sino que se abren mundos para descubrir.

La reproductibilidad técnica permitirá que las Histoire(s) tengan una vida menos azarosa que el museo de Langlois, el cual, tras muchos avatares quedó definitivamente cerrado después de un incendio en el Trocadero durante el verano de 1997. Desde 2005, la Cinémathèque Française cuenta con una moderna sede en Bercy, un lujoso complejo con salas de proyección, mediateca, y varios espacios expositivos en los que sin embargo sólo se exhibe una mínima parte de la colección de objetos. Antes de que se efectuara el traslado definitivo tuvo lugar el acto final de este juego de paralelismos: la última sesión en el palacio de Chaillot no podía haber sido otra que una proyección de las Histoire(s) du cinéma, que guardarán para siempre la memoria de Langlois entre las luces y sombras del cine.

Godard, como si quisiera a toda costa hacernos comprender qué es el cine, como si considerara que de eso depende nuestra vida. Hay, pues, una generosidad en el centro de este tono exaltado e íntimo, épico, que permite pensar en los proyectos de André Malraux, por ejemplo, citado muchas veces en el libro a propósito de Henri Langlois, el director de la Cinemateca, a quien el autor de “La condición humana” iba a echar de su cargo escandalizando a Godard: Cuando Langlois proyectó por primera vez “La esperanza”, lo que nos sobresaltó no fue la guerra de España sino la fraternidad de las metáforas. Pero con lo novelesco que Malraux reservaba para sus novelas, Jean-Luc Godard alimenta esta Historia(s) que, con o sin razón, resulta la más autobiográfica de sus obras.
www.colectivo-rousseau.org


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